

Paisajes Vivos
Textos sobre las obras de las ilustradoras de Limache, Joanna Mora, Gabriela Germain y Evangelina Prieto pertenecientes a la Expo "Paisajes Vivos" realizados por Mary MacMillan investigadora del Centro de Estudios del Patrimonio de la Universidad Adolfo Ibáñez.

La Calesita de Joanna Mora
Joanna Mora ha escogido el paso del tiempo para dar cuenta de un paisaje que es experiencia y cambio. Mutación y repetición. Colores muy precisos para cada estación: verde, naranja y azul. Cuatro estaciones muy marcadas que son la vivencia del paso del tiempo en un espacio. La naturaleza se transforma en paisaje en la medida en que se encarna en una temporalidad y un espacio acotado. Un grupo familiar habita esa naturaleza mediante acciones cotidianas: columpiarse, hacer una comida al exterior, escuchar el ulular de una lechuza que ha hecho del tronco de un árbol su morada. La calesita de Joanna Mora muestra la co-habitación de un mismo espacio con los animales: caballos, gatos, diversas aves. Las garzas son parte de ese paisaje, cruzan a diario el cielo limachino marcando una rutina ancestral que ofrece resistencia a todo cambio y transformación. En su reloj interno abandonan sus nidos de la frondosa Urmeneta y se dirigen a zonas húmedas del estero. Y cada tarde, al caer el día, regresan en formación matemática desafiando modernidades para posarse sobre las ramas del entramado. Se dejan caer, una a una, en un ordenamiento orquestado sepa dios por qué mano mágica. Así, el que tiene ojos para ver, asiste al espectáculo de lo inmutable en esa prolija ceremonia que anuncia el fin del día. Existe un mito sobre Gibraltar y la presencia de sus monos en el famoso peñón sobre Gibraltar. Copiando esa leyenda podríamos decir: “mientras las garzas no se vayan; Limache existirá”.
Esa vivencia temporal de las cuatro estaciones está anclada en un espacio físico y material concreto. Es una casa al costado de una calle arterial de San Francisco de Limache. Caupolicán es una calle muy transitada y posee también su propio ritmo vital. La vemos bulliciosa y atascada por las mañanas a la entrada de los colegios, para luego pasar a una semi calma del medio día. Por la tarde vuelve a latir en pulso acelerado de tránsito y tráfico ya complicado de este pueblo-ciudad en movimiento. Pero esa casita está situada al “costado de”. Unos cuantos metros hacia el interior en dirección hacia el estero. Y es esa extraña condición de estar “entre medio” lo que la dota de una mirada excepcional. Por un lado mira hacia un terreno agreste y despoblado. Lugar en dónde se extasían los queltehues en vasto espacio para anidar y graznar a gusto. Por la tarde la mirada puede dejarse ir hacia los arreboles y azules nocturnos. Por otro lado da hacia el bullicio ya descrito. A su costado se ha construido un condominio con modernas casas de techo mediterráneo que contrastan con el techo a dos aguas de las casas tradicionales. Si le pedimos a un niño que pinte una casa jamás pintará una casa de techo mediterráneo. La casa que habita en nosotros, en nuestro imaginario, será siempre la casa de techo de dos aguas. Y si seguimos pintando lo más seguro es que el niño pintará un árbol al lado de esa casita. Y luego pintará un caballo y un gato y unas aves. Y eso es lo que ha hecho Joanna Mora: dar cuerpo en un espacio tridimensional a esa casita que todos llevamos dentro. Esa casita existe, sigue aún ahí… al costado del camino, al costado del condominio nuevo. Esa casa situada en un “entre medio” es la que convoca las cuatro estaciones de la calesita de Joanna Mora. Es una casita limachina bifronte: mira hacia una naturaleza agreste y una tierra posible de ser cultivada, pero también mira hacia un denso tráfico que avanza hacia nuevos caminos. Esa condición bifronte, de pueblo-ciudad, de caminos de tierra y autopista que conviven simultáneamente, parece ser el rasgo que define a Limache. Esa casa en “medio de” es un símbolo de este pueblo. Pero hay algo más que una casita y la experiencia de las estaciones y el paso del tiempo. Si nos fijamos bien, veremos que por sobre las cuatro “ventanas” y a modo de centro unificador, se alza un árbol grande y verde. Ese árbol es una araucaria que sobresale por sobre palmeras y un añoso magnolio. La calesita está construida con un centro que le da sustento y estabilidad. Esa Araucaria que estuvo antes de que nosotros llegáramos, que sigue ahí y que seguirá estando cuando nosotros ya no estemos.

Cuatro “artículos de costumbre” limachinos de Gabriela Germain
Gabriela Germain nos ofrece cuatro escenas limachinas, a modo de postales o retablos que nos invitan a ver, a entrar en ese bullicio-mudo que son sus imágenes. Porque bullicio humano es lo que se siente en cada una de estas cuatro ventanas. Se trata de cuatro experiencias de un caminante que no tiene prisa. Una especie de flaneur limachino que va captando diversas acciones cotidianas. Gabriela es ese flaneur, que sin prisa, va posando su mirada sobre este pequeño y vibrante mundo. Porque Limache, pueblo a medio transitar entre lo tradicional y lo moderno, se desenvuelve en acciones humanas. Detengámonos un ratito en cada uno de estos “artículos de costumbre”.
Vereda con flores: aunque la artista no ha puesto nombre a esta vereda con flores, cualquier limachino sabrá de inmediato de qué calle se trata. Y es divertido y entretenido que se produzca este juego del reconocimiento. Es decir, jugamos y como niños decimos: ¡Mira! Sí, miramos y re-conocemos ciertos elementos de la iconografía más clásica de Limache. La imagen posee un punto de fuga que nos permite apreciar la vereda como una calzada en la que diversos elementos conviven. Los más emblemáticos y de creación humana son: la silueta de la cúpula de la iglesia-hospital Santo Tomás y el molino de viento con sus aspas. Se suman a estas figuras las palmeras como columnas que se dirigen a lo alto. La acumulación de estos elementos permite generar un sentido de pertenencia, lo que es un rasgo propio del paisaje. La dimensión identitaria del paisaje limachino se forja en esa mezcla de lo arquitectónico con lo natural. Iglesias y árboles, esteros y plazas. Aunque es obvio que esos árboles también denotan lo humano en la medida en que fueron plantados en su momento por mano humana. Así, el paisaje se despliega en esta vereda en todo su esplendor de fenómeno cultural y creado. El espacio viene a ser ocupado por el ser humano en su dimensión de ser social que convive con otros. De ahí que se vean caminantes, ciclistas y personas que sacan a pasear a sus perros. Este accionar se muestra en su faceta más libre, sin un propósito específico concreto que apresure el tranco.
Todo fresco: en esta viñeta se da un trabajo de síntesis más direccionado por la artista. En la entrevista (ver video), Gabriela señala que, en parte, su trabajo se origina en fotografías de diversos espacios del pueblo. Y va armando, a partir de estas fotografías, una nueva escena tipo collage. “Todo fresco” es entonces una síntesis, un armado que viene a representar un momento social de intercambio comercial muy típico de la zona. No es un mercado o feria que podamos apuntar con un dedo. Es la “idea” de intercambio que se produce, de hecho, en muchas partes del pueblo: a la salida de una ferretería en la calle Urmeneta, subiendo por Serrano, en varias esquinas y por supuesto que en la feria de los viernes al costado de la plaza. “Todo fresco” viene a mostrar esa ubicuidad del intercambio social tan típico de una pequeña ciudad. Lo que importa aquí es que Gabriela logra captar el valor de “la escala humana” y la espontaneidad que aún posee un comercio de pequeña dimensión. Lo humano prima por sobre lo comercial en sentido estricto. Esto se observa en el colorido de los carteles, en la letra manuscrita de las ofertas y en la cadencia del caminar lento de los clientes. Se va de compras, sí, pero es también un momento de esparcimiento y de conversar con el feriante.
Plaza Viva: excelente título para dar cuenta de esta tercera escena. Aquí ya podemos traer a colación un nombre con más tradición literaria: “artículo de costumbre”. Las escenas limachinas de Gabriela son cuadros de costumbre al estilo de Mariano José de Larra. Y es que todo en esta ventana nos habla de costumbres. Ir a dar una vuelta por la plaza, ya sea solo, ya sea en pareja o en grupo familiar. Seguimos teniendo tiempo para dar una vuelta en bici, para andar en patines o para disfrutar de un rato tendido en el pasto. Somos “pueblerinos”, aún, y a mucha honra.
Camino al río: esta escena es la que más representa ese estado semi rural de Limache. Limache...¿es un pueblo? ¿Es una ciudad? Más que entrar en definiciones de tipo estadísticas, la fuerza de esta imagen radica en que capta el cruce entre dos espacios. Uno citadino y otro rural. Uno con calles pavimentadas y otro con caminos de tierra que llevan a esteros o lechos de río. No hay nada más costumbrista en relación al paisaje chileno que un estero y una línea de álamos. En “Camino al río” se reconoce fácilmente la calle en cuestión. Se trata de la calle Colón bajando hacia el estero. Colón se ocupa como conexión alternativa al puente que une los dos pueblos. Da cuenta de un problema vial y de crecimiento no resuelto y que obliga a ocupar el lecho del río como cruce hacia el “otro pueblo”. Una calle se transforma en improvisada avenida. Pero lo más potente aquí es la figura del arriero, el hombre a caballo que va pausadamente camino al río acompañado por los perros de turno. Se genera un cierto anacronismo o cruce temporal. Como en esos juegos en los que hay que adivinar qué figura no corresponde dentro de la totalidad. ¿Es el hombre a caballo con sus vacas el que está fuera de lugar? ¿O, por el contrario, la calle pavimentada y el condominio de casas todas iguales que se divisan al fondo? Puede que esta dicotomía sea artificial. Quizás ruralidad y modernidad puedan convivir armónicamente…en Limache.

La estación del tren: ¿punto de partida o de llegada? / Evangelina Prieto
“Siempre me he preguntado si Limache es la primera o la última estación”, comenta Evangelina Prieto en la entrevista filmada para este proyecto. El asiduo a este medio de transporte sabe que al llegar a Limache se escucha una voz por parlantes que dice: “Limache, última estación, todos los pasajeros deben descender”. ¿Pero, es Limache la última o la primera estación? No se trata de un simple juego de palabras. Veamos primero qué nos ofrece Evangelina en su trabajo creativo. Son cuatro láminas alargadas que puestas una al lado de la otra dan cuenta, a manera de los mismos vagones del metro tren, de la estación de trenes de Limache. ¿Qué representa la estación de trenes de Limache? Es, como el nombre de este proyecto lo dice, un paisaje vivo. En la estación se dan cita, de modo orgánico y disperso al mismo tiempo, una suma de elementos de diversa índole. Acude a la estación la naturaleza limachina en pleno. No se puede entender Limache sin sus montañas. Esas montañas que, como diría el pensador George Simmel, constituyen la “Stimmung” (carácter) del lugar. Las montañas impregnan la mirada diaria del limachino y de sus visitantes, conforman el espíritu de este lugar. La montaña genera esa compleja sensación de vastedad y de trascendente calma que va coloreando la retina y el alma de estos habitantes. O el carácter, como dirían los españoles. Evangelina deja ver, casi sin nubes, con una impecable desnudez, una larga cadena de montañas que está ahí. Están ahí en un segundo plano justo arriba de la cadena de vagones. Ambos, montañas y vagones, se extienden. Es ese juego espacial del formato alargado que ha escogido la artista lo que suscita la experiencia temporal en esta propuesta. Un tercer elemento que también se alarga horizontalmente viene a sumarse a esta síntesis: nos referimos a la flor de la pluma. La flor de la pluma, al igual que la Araucaria de Joanna Mora, siempre ha estado ahí. Al menos que yo recuerde. Y así, pasado y presente se unen en una síntesis existencial que me traspasa y me sostiene. Esa flor de la pluma nos sostiene y nos confronta. Esa atemporalidad de la experiencia que denominamos “Estación de Limache” y que está compuesta por estos tres elementos que se proyectan en su horizontalidad (vagones, montañas y flor de la pluma) nos sitúa en el centro mismo del misterio de Limache. El misterio de Limache es su compleja temporalidad, esa ya mencionada convivencia entre lo pasado y lo futuro. En el trabajo de Evangelina se plasma en la variante del uso del tren y su extraña temporalidad. Julio Cortázar, el gran cronopio argentino, sugería en uno de sus cuentos que en el metro el tiempo se desengancha de lo medible. Borges, otro argentino juguetón proponía algo parecido en su cuento “El Sur”. El misterio de “andar en tren” es que nos movemos y no nos movemos al mismo tiempo: el tren se mueve pero yo que estoy adentro estoy inmóvil. El tren avanza hacia algún destino, se mueve, progresa, tiene un fin o una meta…pero yo no. Sólo me dejo llevar. Me muevo y no me muevo. Todos conocen esa sensación de que el tren ha partido para luego constatar que en realidad era el tren del lado el que se movía. La estación de tren de Limache de Evangelina ha sido representada en tonos grises, como dando cuenta de este tiempo atemporal y anacrónico. Retomemos ahora la pregunta del inicio: ¿Limache es primera o última estación? Ambas, diría yo. Porque Limache es lugar de partida y lugar de regreso. Vamos y volvemos, coqueteamos con ese mar y esos cerros porteños pero al final del día volvemos a nuestras montañas, las de siempre. He hablado de temporalidad en estos cuatro cuadros-vagones de Evangelina. Presente y pasado. ¿Pero y el futuro? Hay una niñita con chaquetita roja en el extremo derecho, una pequeña caperucita roja limachina que arrastra con un hilito su propio tren. Ella es el futuro. Única figura de color en toda la obra. ¿Hacia dónde va? Aún no lo sabemos, está por verse.
El tren siempre ha sido símbolo de progreso y de modernidad. Aún persiste el anhelo del tren rápido que pasando por Limache uniría Valparaíso con Santiago. Mientras eso espera en alguna carpeta por ahí quizás de qué cajón…Limache persiste, con ciertos elementos inalterables que nos calman. Ni muy rápido, ni muy lento. Sigue ahí…con sus montañas, con su flor de la pluma. Te espera, me espera… siempre.